Hacía tiempo que no se confesaba y Atilio decidió hacerlo. Era un hombre creyente, de rezo diario y misa semanal. Cuando llegó a la iglesia vio que en el único confesionario que estaba abierto había tres personas esperando. Se sentó en el banco haciendo cola y se alegró de tener un ratito para hacer un recuento mental de los fallos cometidos. A sus ochenta y tres años los pecados de Atilio eran tan inocentes como los de un niño. Llevaba una plácida vida de viejo sabio que sólo producía pecadillos veniales y, a veces, ni siquiera eso.
Era agradable el frescor de la iglesia y siempre le había encantado el impregnado aroma del incienso. Respiró profundo. La casa del Señor. El refugio del alma. El sosiego del desesperado. La Paz. En ese estado de reconfortante beatitud se acercó al confesionario y al confesor. Ya le tocaba.
_ Ave María Purísima –saludó desde dentro una voz entre aburrida y displicente, con un leve tono metálico.
_ Sin pecado concebida –respondió Atilio con recogimiento.
La relación de pecados que pasó de boca del pecador a oídos del confesor no debió dejar satisfecho a este último, pues comenzó a escarbar, con uña experta, en los oscuros y siempre pecaminosos rincones, en los que se acumulan las suciedades de las almas del rebaño, en busca de algo que hiciera sentirse a Atilio como lo que era, nada más que un pecador.
Tras varias preguntas infructuosas su fino olfato inquisidor dio con lo que buscaba:
_ Asiste usted a los oficios del domingo?
_ Si, oigo misa todos los domingos pero por la televisión.
_ Pero eso no es cumplir con lo que nos ordenó el Señor. La obligación es asistir a la iglesia a oír misa, no verla por la televisión.
_ Es que yo estoy enfermo, y como esa misa es para los enfermos… pues…
_ Y que enfermedad tiene usted?
_ Tengo mal la próstata
_ Y eso le impide asistir a los oficios?
_ Pues sí, porque no puedo estar mucho tiempo sin orinar, y entre que vengo desde casa, oigo la misa y vuelvo a casa pues… no puedo aguantar tanto tiempo… comprende? –dijo Atilio bajando la voz, comenzando a estar ya un poco avergonzado.
_ Hay que hacer un esfuerzo, hijo mío. Hay que hacer un esfuerzo. Si no asiste a la iglesia está cometiendo un pecado. Tiene que esforzarse y venir a la casa del Señor.
Mientras, arrodillado, cumplía la penitencia que lo limpiaría de sus pecados a Atilio le costaba concentrarse en sus rezos. Sentimientos de rabia e impotencia inundaban su alma. Él que esperaba quedar ligero como un pájaro, tras la confesión, se encontraba con ganas de decirle a ese cura cuatro verdades. Y con esas ganas y ese desasosiego se iba a marchar para su casita.
A medida que fue pasando el día Atilio fue recuperando la amistad consigo mismo. Analizó su conciencia y tuvo claro que no era por comodidad ni por dejadez por lo que no asistía a la iglesia desde hacía ya unos años. Siempre le gustó asistir a los oficios, pero la vejez le había cortado las alas para esto como para tantas otras cosas.
Con Dios no tenía problemas, creía y tenía hilo directo con Él.
Pero con aquél cura… meneó la cabeza de un lado para otro y dijo en voz alta:
_ Qué haga un esfuerzo. Qué sabrá él!!
Texto: Valentina.